lunes, abril 18, 2005

Abrumado por la papamanía me dejo vencer. Es imposible no hacerlo, si lo primero que se ve en todos lados (medios quiero decir) es el papa, el futuro santo, el hombre que vino del este a salvar nuestras almas (bueno, en realidad de quién necesite ser salvado). Y así, abrumado lo mejor es buscar lo que resulte menos cansado, menos aburrido o al menos no tan tediosos, como los maratones televisivos de CNN y compañía. Y en ese buscar y hallar lo mejor es Rubén Amon y su blog habilitado por El Mundo, en un periodismo más cercano a la visión Gonzo del extinto Thompson, que a lo que se enseña en las escuelas de periodismo, sin duda más divertido.

Y para muestra posteo uno de sus post:

¿Fumata blanca o fumata negra?

18 de abril (20.30).- La aparición de un humo blanquecino o grisáceo en la chimenea de la Capilla Sixtina mantuvo la tensión y las dudas durante un minuto interminable. No estaba claro el color del veredicto cardenalicio, hasta el extremo de que miles de personas gritaron "bianca, bianca," en medio de la euforia y el delirio. Fue un espejismo, una impresión óptica o un desliz del cardenal que incendió las papeletas en la estufa, porque el humo negro sólo apareció de manera abundante e inconfundible cuando los fieles ya celebraban al sucesor de Juan Pablo II.
El ritual se atuvo a los principios de una sesión de hipnosis colectiva y de sugestión acumulada. Imposible retirar la vista de la chimenea de la Capilla Sixtina, aunque el sonido estruendoso del campanario de San Pedro, puntual como un martillazo cada quince minutos, desconcertaba a los fieles y provocaba la sensación de falsa alarma.
"Ya han decidido, ya han decidido", repetía compulsivamente una monja mexicana. "Que no señora, que no. Las campanas suenan cuando hay nuevo papa, pero en este caso lo hacen porque son y media", respondía con paciencia un romano cincuentón. Más tiempo pasaba, más gente aparecía en San Pedro. No sólo por la nostalgia de un ritual desconocido en los últimos 26 años. También porque el "cierre" de la jornada laboral favorecía la afluencia de feligreses hacia las ocho de la tarde.
Justo a tiempo para contemplar sobre el cielo de Roma la mancha funeraria del humo negro.

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