martes, agosto 24, 2004

Recobrando apuntes anteriores

España. Alguna parte rumbo a Madrid. Julio 5

El autobús que no va lleno en su totalidad, pues me ha dejado el asiento de al lado vacío, avanza sigiloso por una larga y tranquila carretera. Delante de mí un tipo se gira molesto porque, sin querer, he golpeado la parte trasera del asiento donde su pareja duerme. Simulo no verlo. Me coloco los audífonos y continúo con la lectura del Dylan Dog, el comic italiano que compramos Alessia y yo en el aeropuerto de Milán para regalárselo a Raquel. Dylan Dog es un detective de lo paranormal, un ex policía que fue expulsado del cuerpo policial por su afición a beber, afición de la que se ha olvidado para erigirse como un tipo de lo más políticamente correcto y bastante bien portado. Sí, melancólico, meditabundo y bastante aburrido de no ser por los misteriosos casos en que se ve envuelvo mes con mes, en una larga aventura que lleva ya más de 200 números. Dylan vive en Londres y tiene un “Watson”, que hace las veces de mayordomo, y que se parece a Grouncho Marx no solo físicamente. Olvide decir que este “detective de lo desconocido” se parece extrañamente a Rupert Everet (buscar referencias cinematográficas) y que muchas de sus aventuras resultan de mezclas extrañas de libros, películas y mitos de lo oscuro, imagino que algún día por ahí aparecerá el chupacabras, sino es que ya hizo su estelar.
Bueno ahí estaba yo, embebido entre la aventura dylaniana, la carretera interminable con grandes campos de olivo y la pareja que delante de mi se prodigaba arrumacos. Pasadas las primeras horas y después de la única parada en el camino a Madrid caí en la cuenta de que el tipo venía acompañado de otro tipo, los dos igual de altos, como lo pude comprobar una vez que bajamos en la que alguna vez fuera la capital de un imperio donde no se ponía el sol, los dos igual de fuertes, los dos igual de maricas. Extrañamente el hecho apenas me causó ruido más bien me lanzó a divargar sobre el amor más que sobre el género de los amantes. Traté de imaginar que rol jugaría cada quien en la relación y de no ser por la protección que prodigaba uno al otro difícilmente hubiera podido imaginarlo. El amor, ese extraño sentimiento que inicia en las tripas y que se apodera de todo lo demás en menos de lo imaginado. ¿Se puede morir de amor? Al menos se puede morir por amor, como sucediera hace pocos días en un pequeño poblado de gitanos en alguna parte de esta España ya no tan moderna. Una jovencita de 15 años fue robada por el novio, como marca la tradición gitana, pero esa misma tradición gitana, esa misma pasión arrebatada le robó la vida.
Según señalan los diarios locales la jovencita, en un arranque de sinceridad ante el hombre con quien compartiría el resto de su efímera vida, decidió contarle que, a pesar de contar con tan solo 15 años, él no era el primer hombre con quien compartía la piel y la cama. La declaración encendió la sangre gitana del varón, quien ni tardo ni perezoso la emprendió a golpes en contra de quien en días antes había jurado amor eterno. La chica aceptó calladamente el castigo físico y el encierro. Al día siguiente la discusión y la violencia se disparó de nuevo. Él, de cabellos negros y rizadas pestañas, volvió a tomar entre sus puños los largos caireles de ella para arrastrarla por la casa en la que había decidido iniciar su vida en común. Ella en respuesta le clavó los dientes. Él se volvió loco y comenzó a golpearla con pies y puños, y aún con la mano abierta cruzándole la cara en repetidas ocasiones, en algún momento un rayo de cordura cruzó por su cabeza y salió azotando la puerta. Ella sobre el suelo sangraba, él sobre las calles meditaba. Pasadas unas horas, cuando la tormenta había amainado, regresó, hizo el amor con ella, lloró y pidió perdón, le dijó que se fuera, que lo dejara solo que regresara a su casa. Ella no quiso escucharlo, seguiré contigo le dijo, asumiendo los golpes como su castigo, como su penitencia, como una prueba de amor, para crecer ante sus negros y gitanos ojos.
Al día siguiente cuando él regresó a casa la locura volvió a desatarse. La había dejado encerrada nuevamente, temiendo que alguien pudiera ver el estado tan lamentable en que se encontraba, ella por su parte había hablado por teléfono con una amiga confesándole la situación, déjalo le dijo la amiga, volvió a negarse asegurándole que el amor la salvaría, que eran pruebas que tenía que superar. Nunca más volverían a conversar. Él asegura que ella lo provocaba afirmando que así como lo había hecho con otros hombre lo haría con sus amigos, lo cierto es que nadie llegará a saber si eran solo baladronadas de ella o mentiras de él. Esa noche la golpiza fue brutal, no bastaron pies y manos, ayudado de una barra de metal y de una cadena recubierta de plástico le aplicó un castigo del que ya no se levantaría. La dejó tirada en el suelo, sobre un charco de sangre. Esta bien le dijo, si no quieres levantarte quédate ahí, le dijo antes de tirarse a dormir, estaba exhausto y sin ganas de más nada. Pasadas unas horas despertó, la encontró en la misma posición en que la había dejado, la movió y sin obtener ningún tipo de respuesta, cuando se dio de que ella no volvería a tenerse en pie, que no volvería a decirle nada ni siquiera un te odio, salió gritando y llorando a la calle. En su camino se encontró con un vecino al que le pidió que llamara a su madre, asegurándole que había matado a su esposa. Sí, el amor puede matar cuando la pasión se desborda, aunque en el asiento anterior al mío lo único que se percibe es un ternura casi cursi.

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